Narcos

| viernes, 30 de octubre de 2015 | 11:45

“Yo no soy un hombre rico, soy un pobre con dinero“, dice Pablo Emilio Escobar Gabiria en los capítulos iniciales de la serie Narcos. Con una irónica voz en “off” a lo “Uno de los nuestros”, y una acción en la que mezclan sabiamente imágenes de archivo con la ficción justa para dramatizar unos hechos ferozmente reales, la productora Netflix ha logrado un producto eficaz y muy incómodo. La oriflama, ese estandarte que se izaba para advertir al enemigo de que no se iban a hacer prisioneros, es levantando por Escobar desde el momento en que se da cuenta de que sus mejores clientes van a ser también sus peores enemigos: los gringos. Pero, como decía aquel oficial en Apocalypse now, en esta guerra todo se mezcla como las cerezas, el comunismo, la razón de estado, la lucha antidroga, la guerrilla, el dinero de la coca, la corrupción política… Y al fondo, transmutado por la meritoria actuación del brasileño Wagner Moura, se cuenta la historia de un rey shakesperiano, Pablo Escobar, brillante y siniestro, preocupado por los pobres pero capaz de hacer volar un avión con cien personas dentro, amoroso padre de familia pero con amante fija, traficante de drogas que quiere ser presidente de Colombia; un personaje ambiguo, contradictorio, enigmático, que contagia al país y sus instituciones con su misma turbiedad e imprecisión: tanto el ejército, como la policía y la DEA desatan una guerra sucia que aparta la ética con tal de ser capaces de cazar a los narcos y sus sicarios. La serie tiene un riesgo añadido, es bilingüe con subtítulos, cosa que habla a favor de Netflix, además de disfrutar de una buena ambientación y de saber impregnar de ese mentado realismo mágico colombiano a una acción estrictamente mafiosa y criminal -impagable ese momento El Padrino versión Medellín: No me irrespete, huevón”-. Escobar, un “paisa” que importaba todo tipo de animales para dejarlos correr por su hacienda Nápoles, que reinventó el negocio del droga, que ponía precio a la cabeza de jueces y policías, que construía campos de fútbol para los chiquillos… Recuerdo al respecto un párrafo de Archipiélago Gulag de Alexander Solzhenitsin que afirmaba que, en Shakespeare, la imaginación de los malvados no pasaba de una docena de cadáveres porque no tenían ideología. Escobar tampoco parecía tenerla, lo que no fue óbice para que anegara un país entero en sangre. Un contrasentido más.