Moravia del norte y Silesia

| martes, 13 de enero de 2009 | 0:06


Catorce grados bajo cero. Grog y vino caliente especiado. Sky de fondo. Polaco. Checo. Alemán. Pueblos y más pueblos de nombres extraños. El cielo lleno de cohetes en el cambio de año. Vino blanco moravo. Goulash de ciervo. Lukás Kotek hablándome de su labor en las ONGes de Namibia y Afganistán con ese extraño acento igual al de Werner Herzog. Su mujer siempre sonriente, cultísima. Darina sentando cátedra sobre las repúblicas post-soviéticas. Mahony borracho con otro grog. Yo borracho con otro slivovice; entre shot y shot pienso que la belleza de Otti es una injusticia, toda belleza es una injusticia. Pero ella está feliz, es lo que importa. Dan ganas de verla dormir durante 300 años, porque sabes que nunca te cansarías del espectáculo. Y un extraño cantante checo de la Guerra Fría, en blanco y negro, igualito a Raphael, en la tele. Y unos polacos borrachos todo el día en el salón central. Y los alemanes que siempre intentan quitarle el sitio a los polacos en un ritornelo histórico. Y el sonido seco de las bolas de billar…
En ningún lugar de Chekia vi el maleficio ni el hedor ni los vampiros hibernados ni los Gólems ni las fuerzas negras que te transforman en una cucaracha y que al final te obligan a suicidarte en el Moldava. Debe ser porque no era desgraciado. Y se lo pregunto a Franz, cuyo rostro me observa desde las tazas de café en las tiendas para guiris: ¿valió la pena todo lo escrito a cambio de una vida patética, angustiosa, neurótica?, ¿lo valió Franz? Y él me contesta…
Todo se aleja, todo va cayendo en la trampa del tiempo. Todo es un puñado de agua. Por eso está prohibido despreciar el presente: es lo único que tenemos.














1 comentarios:

Anónimo dijo...

Ya lo sé, mi didactismo es insoportable. Sobre todo cuando estoy sobria, jaja...d.