| martes, 1 de julio de 2008 | 2:12


ARBEIT MACHT FREI

Ahora que estamos todos entretenidos con la gran victoria de la selección, con el viaje al centro del PP, aunque no termine nunca de llegar, con el Proyecto Gran Simio -¿por qué no se hace también un Proyecto Colas de Lagartija, acaso tienen menos derechos?-, o con las desaceleraciones significativas o a tumba abierta, a gusto del consumidor, quizás haya una cosa que hemos pasado por alto. Una viscosa decisión del 9 de junio del Consejo de la Unión Europea ha abierto las puertas a los acuerdos individuales entre trabajador y empresario para superar las 48 horas de trabajo semanales con un tope de 65. Este trampantojo o timo del tocomocho o pirula legal o como quiera llamarse se carga sencillamente la ley que intenta matizar, y pone de rodillas a los trabajadores, y no precisamente para que les armen caballeros. La excepción es incoherente con el horizonte de utopía que pretende exportar la Unión Europea, contenido en un modelo social basado en la salud en el trabajo y en la conciliación laboral y personal. Esta excepción es peligrosa, tanto como la que hacían los nazis a ciertos judíos ricos para justificar la regla de que el resto se quedaba sin derechos, o como permitir la celebración del Día del Orgullo Pedófilo. Porque ciertas excepciones no son más que puertas sin cerradura, lunas llenas que hacen crecer los colmillos a los explotadores de turno, un suma y sigue ultraliberal que cogerá literalmente por los huevos a los encargados de las negociaciones colectivas, y permitirá la discrecionalidad empresarial a la hora de organizar la vida de los currantes. Cada vez que se permiten estas salvedades, y si no hay una sólida reacción política y social, la Ley de Murphy no tarda en activarse y produce una parálisis legislativa que lima las diferencias entre obligatoriedad y voluntariedad, una nebulosa tierra donde nunca sale el sol y los vampiros del capital se dan un banquete interminable. Hay que bajarse de la hamaca mental y apuntalar con empuje y obstinación derechos fundamentales en detrimento de libertades económicas y normas de competencia, a fin de evitar que el trabajo nos haga libres a la manera del cartelito que coronaba la entrada de Auschwitz. Y concienciarse de que a veces el verdadero progreso de la civilización no es tecnológico, sino moral, y de que el arte de vivir es saber decir no. Créanme, si no les gusta este mundo, deberían ver alguno de los otros, como bien sabía Philip K. Dick.