| martes, 5 de febrero de 2008 | 1:43



EL TOMATE MECÁNICO

El Tomate ha muerto matando. Ese tratado de los media acerca de la ambición, la miseria, la frivolidad, el ridículo y la culpabilidad del ser humano ha sido retirado de la pantalla, a pesar de estar protegido todavía por el líquido amniótico de las audiencias. Ahora bien, hay que quitarse el sombrero tanto por la factura del producto, que lo ha convertido en el modelo de la prensa rosa en Occidente, como ante su final, con una clase digna de los mejores malos de película: los que no se redimen porque conocen su naturaleza. Tan acosado como Frankenstein al final de la portentosa obra de Mary Shelley, tanto por las demandas como por los nuevos híbridos que se incuban en los laboratorios de sus creadores, el Tomate se dio una vuelta de tuerca a sí mismo tan narcisista como genial y depravada intentando dignificar con una especie de fiesta en la que se convocó a amantes y enemigos, lo que no es más que una mierda pinchada en un palo. Y lo gracioso es que en un espectacular síndrome de Estocolmo, muchos de los que sufrieron su persecución se dolieron en directo por el inexplicable óbito. Lo dicho: la irracional atracción de la mediocridad.


El Tomate no ofrecía ni pizca de información contrastada sobre sus hombres, hombrines, monicacos y monicaquines; al contrario, brindaba una mercancía basada en técnicas desinformativas con sobreentendidos, sugerencias y comentarios mordaces sobre desaires y odios a flor de piel, celos, cuernos, maltratos, envidias… ¿Desaparecerá con su cuerpo presente este tipo de engendros? En absoluto, por supuesto, sólo se trata de ese lapso de paz en medio de enfermedades fatales que precede al ataque final. Es más, estas defunciones cíclicas son necesarias para que los alquimistas locos puedan, a la manera de los pilotos de fórmula, rediseñar motores y aerodinámica para volver sus monoplazas más innovadores, rápidos y fiables. Es suficiente para darse cuenta del desastre con hojear el libro Content del arquitecto holandés Rem Koolhas, que es una cartografía de la globalización en el que aparece un atlas del reality Gran Hermano -¿quién se acuerda de que remite a una novela de George Orwell?- ocupando el tercer puesto inmediatamente después de las bases militares americanas -6.702 distribuidas en 41 países- o la extensión planetaria de los McDonald,s -31.295 en 119 países- y mucho antes que los mapamundis de Ikea, los chinatowns o los monumentos de la Unesco en peligro.


El problema de esta dieta televisiva, con sus infinitos subproductos, no es que engorde la grasa mental, no; el problema es que quien la consuma crea que sólo existe este tipo de alimentación catódica. A ojo de buen satélite millones de chavales se educan con todos estos realitys, programas testimoniales o de chismorreos en la ausencia de cortapisas éticas o morales, en el todo vale si lo sanciona el audímetro, en el toda la noche hasiendo el amoooooor del demediado Dinio. Una generación entera que creerá que el mundo real son las cámaras, los flashes, los gritos entusiastas y desaforados de los figurantes contratados por las cadenas para resaltar la puesta escena, y que se pondrán a la cola de un fantástico ElDorado, un mundo autárquico, autosuficiente, autista, en el que crecerán creyendo que se puede ser millonario o famoso en poco tiempo, en el éxito sin esfuerzo. Mientras, el ritornelo de esta picadora de carne se los irá tragando a todos al tiempo que se aprovecha de los dos pecados capitales del hombre: la impaciencia y la inercia.


Efectivamente, en el Tomate irán de mártires, pero, por una vez, me gustará experimentar el perverso placer que se siente al lapidar a uno.