| viernes, 7 de diciembre de 2007 | 10:55






LA VUELTA A CASA



Miguel Barrero acaba de sacar novela. En su momento me pidió que le hiciese un prólogo. El libro me gustó, así que prácticamente se escribió solo. Un adelanto y que lo disfruten.


PRÓLOGO

Cuando Robert Bresson quiso rodar Génesis, Dino de Laurentiis se interesó por el proyecto y no quiso escatimar nada, ni siquiera cuando a Bresson se le antojó sacar todos los animales de un zoológico para llevarlos a una playa donde quería rodar el episodio del arca de Noé. Hubo que hacer muchas tomas y fue muy costoso, pero De Laurentiis no puso objeciones. Sólo cuando vio el resultado, despidió a Bresson: las imágenes que había filmado sólo registraban las huellas en la arena de los animales que habían paseado por ella. Esta forma de mirar, sencilla y sesgada, quizás sea la más exacta definición de arte. Y, definitivamente, Miguel Barrero la posee. Es un estado casi de santidad, que procede directamente de la infancia, una inocencia que no acepta los juicios preestablecidos y que crea realidades abiertas en cada vistazo. Una sabiduría que Miguel utiliza con tiento a la hora de contar la historia de su protagonista, que no es más que la historia de una huida, tanto más intensa cuanto más pretende el regreso. En dicha huida al autor no le interesan demasiado los adjetivos de la situación, los porqués, los cómo, no quiere oír demasiadas explicaciones acerca de su protagonista, sino sólo lo esencial, y después deja trabajar la prosa, permite que la emoción surja de dentro de las palabras, sin apoyaturas retóricas ni subrayados externos. Un protagonista sin nombre, que bien podríamos llamar Nemo, Nadie, que primero huye de una España en guerra dejando tras de sí delaciones, disparos y abruptas muertes, y después de una Argentina en paz, y que pretende en la realidad gris y pegajosa de una Salamanca de posguerra una empresa imposible: recuperar el pasado. Sin embargo, no es un pasado a la manera de Scott Fitzgerald, ese instante de felicidad que reluce a través de los años como la luz en el malecón de Daisy, la nostalgia que te hace estar a merced de tus recuerdos, sino un pasado que nunca existió, la añoranza de lo que podría haber sido, y que obliga a nuestro Nadie a recorrer un catálogo de derrotas anónimas, pérdidas irreparables, devastaciones incomprensibles, una concentración alusiva de nadas. En cada nuevo encuentro con los fantasmas de lo que nunca sucedió, compartir la vida acomodada de Martín, conservar la amistad de Rogelio, salvar las vidas de su padre y de su hermano, casarse con Manuela, cuidar a su martirizada madre... nuestro Nadie, apoyándose en silencios que son tanto o más importantes que las palabras, se queda justo al borde del abismo, un abismo con nombre de ciudad, Salamanca, donde puede ser denunciado, encalabozado, fusilado al amanecer, y no obstante permanece allí, hechizado por la belleza de esa desintegración, quizás buscando cierta redención, o quizás un castigo por haber elegido en su momento la opción equivocada. Nadie construye así una identidad ficticia sobre la destrucción, rehace una vida a base de motivos triviales, palabras escasas, gestos, pensamientos que hablan siempre desde la penumbra, desde el borde de la existencia. Y Miguel Barrero le acompaña, espera con él en el Café Novelty, se acuesta a su lado en la pensión, pasea por la plaza Mayor, a la espera de la siguiente huida, únicamente pendiente de las huellas que dejará tras de sí, para tomarles los moldes a base de palabras, unas palabras que él sabe perfectamente lo que deberán expresar: precisión, claridad, belleza.