| viernes, 2 de noviembre de 2007 | 20:50



TALLIN, EL ASOMBRO MEDIEVAL

Supongo que mucha gente conoció Estonia en 1991, el año en que se desmembró la extinta Unión Soviética; para muchos otros la fecha clave fue 2004, el año en que se integró en la UE. Pero me temo que fue realmente el 2002 cuando hubo un antes y un después en la proyección en España de Estonia y, sobre todo, de su capital, Tallin: ese fue el año de la visita de nuestra triunfita Rosa al festival de Eurovisión con su Europe,s living a celebration. Al margen de conmemoraciones más o menos folclóricas, puedo asegurar que la ciudad depara a cualquiera que se anime a visitarla descubrimientos incesantes, que ejercen sobre el reloj un efecto lisérgico: se detiene o se acelera según la zona de la ciudad en la que nos encontremos. Pero vayamos por partes. La llegada en ferry desde Helsinki –curioso ver cómo le dan los nórdicos al alcohol y a las tragaperras durante todo el trayecto–, ya es de por sí una experiencia que proporciona una variante leve del síndrome de Sthendal, con el skyline medieval de las enormes torres de sus iglesias –afeado por un par de rascacielos de verdad–, en medio de una paleta de colores cambiantes, grisáceos, blancos, azules, rojizos… Como vamos con el tiempo contado, y sólo tengo unas horas antes de volver a Finlandia, mi cicerone y amigo, Yukka, me encamina como una flecha hacia el casco viejo. Aquí el tiempo se ralentiza, embalsamando un mundo de murallones, callejuelas empedradas que no adoquinadas, imponentes iglesias y torreones que, estoy seguro, le resultaría muy familiar a cualquier antiguo habitante de la Liga Hanseática. Evidentemente, los estonios se han dado cuenta de dónde estaba la X que marcaba el tesoro y se han apresurado a sacarle partido al patrimonio a base de restaurantes ambientados en la época y secundarios disfrazados en plan parque temático. El pasacalles de turistas es inacabable, y todos parecen saber que en la Vanalinn, ciudad antigua, se entra a través de una puerta flanqueada por torres que nos guía Viru tänav adelante, una calle donde las tiendas de ropa de marca occidentales se mezclan con restaurantes típicos, cervecerías, casas estrechas de frontones apuntados y volutas, puestos de souvenirs... En el trayecto hay que vigilar dos cosas: los precios, que son de escándalo, y los ladrones, que se aprovechan de que la pródiga y excitante oferta visual atrapa la atención del visitante para despistar alguna cartera –hay incluso señales que lo advierten–. En nada nos plantamos en la plaza del Ayuntamiento, Raekoja plats, el corazón donde se anudan todas las calles, todos los visitantes, todos los nativos, todos los niveles históricos… Impresiona la esbelta torre octogonal del edificio del Ayuntamiento, de 61 metros, que forma parte del horizonte en zigzag de agujas que caracteriza a Tallin, como si la urbe quisiera alancear el cielo. Una flecha que sigue el modelo de los minaretes musulmanes disparada desde un cuerpo gótico que posee una fachada de inspiración florentina… Ahí es nada. Nos podemos tomar una cervecita en alguna terraza para acelerar el reloj, y brindar con el equivalente estonio de salud, cheers, prosit, kampai, chi-chin, na zdorovje o lechaym: Terviseks; según la tradición, hay que hacerlo mirando a los ojos o te quedas siete años sin sexo, así que ojo con el brindis, valga la redundancia. El movedizo cronómetro vuelve a padecer otro reajuste al cruzar un romántico pasadizo y entrar en la Pikk tänav, la calle más larga de la ciudad, donde antiguamente residían los ricos. Una sucesión de fachadas mezcla de intervenciones desde el XV hasta el XIX, que son como un libro escrito por muchas manos, y que termina en un torreón de artillería llamado Margarita la Gorda. Entre esta calle y la que vamos a utilizar para regresar al centro, Lai tänav, se halla la iglesia de San Olaf, en su momento el edificio más alto de Europa, con una aguja de 124 metros, y verdadero ejemplo del saldo de belleza que disfruta la ciudad. Como curiosidad, durante la guerra fría el KGB utilizó su aguja como antena de transmisión. La calle de regreso es igual a un partido de tenis, un continuo mirar de izquierda a derecha repleto de museos de Historia Natural, de las Artes, de la Salud…, teatros, iglesias… que nos embocan hacia la puerta de entrada a la colina de la catedral, denominada Pikk jalg torn, torre de la pierna larga. Le pregunto a mi amigo acerca de esa obsesión de los estonios por personalizar cualquier símbolo urbano, al igual que con Margarita la Gorda, y no sabe responderme; más adelante investigué por mi cuenta y llegué a la conclusión de que casaba con el espíritu comercial y pragmático que alimenta su espíritu y que esquiva de una manera sutil cualquier tentación reverencial implícita en sus iglesias. La subida es un ascenso espectacular que nos planta en la explanada de la colina, Toompea, con una vista formidable y magnética del puerto y la ciudad. En esta plaza te das cuenta de que la intervención rusa, al igual que los edificios de la época soviética, bloques grises que parecen sacados de alguna urbe tras una hecatombe atómica, no se limita a un pasado reciente, sino que ya comenzó hace mucho, aunque con resultados mucho más óptimos: la catedral ortodoxa de Alexander Nevski. Un monumento al imperio zarista que resta congruencia al conjunto medieval, pero en el que la belleza no deja de anidar en su mole roja y beige. A su alrededor, una concentración de monumentos históricos: otra catedral, esta luterana, Toomkirik; un antiguo palacio, Rüütelkonna hoone, antigua Biblioteca Nacional, y que ahora es la sede del museo de Arte Nacional; un castillo de fachada rosa y blanca donde se halla enclavado el Parlamento estonio… Es hora de comer algo y Yukka me habla de la gastronomía típica, similar a la que he disfrutado en Helsinki, aconsejándome un restaurante en particular, el Olde Hansa, en la zona antigua, donde hay platos como el reno o el oso que en España no son habituales. En el restaurante el tiempo vuelve a abrirse como un abanico, y acompañamos la comida con cerveza del país, Saku, ligera y rubia como las camareras que nos atienden. La ciudad moderna nos espera al otro lado de la muralla que rodea como un cinturón la ciudad vieja, una muralla que en su día tuvo treinta y cinco torres, de las que quedan veinticinco, y de entre ellas, la Kiev in de Kök, el vigilante de la cocina, es la que nos despide finalmente. El cambio de siglo le sienta bien a la ciudad, y en seguida te das cuenta del trabajo que Estonia a puesto en adaptarse e incluso adelantarse a los nuevos tiempos. Baste saber que su DNI es una supertarjeta que les sirve a la vez como cartilla de la Seguridad Social, carné de conducir, seguro del coche, para pagar el transporte público, recibir informes del colegio de sus hijos o votar a través de Internet. Tallin ejerce entonces otro tipo de seducción, una ciudad que no está construida para perdurar, esa belleza relativa y efímera de los centros comerciales, los edificios acristalados de la multinacionales, las chicas de tacón alto que, me cuenta Yukka, por la noche alquilan limusinas para salir de marcha en una ciudad repleta de locales nocturnos, los turistas que no dejan descansar la cámara… la biodiversidad del hoy, ese humus urbano que alimenta la vida y que dentro de quinientos años serán leyenda, restos que escuchar y visitar al igual que la ciudad medieval de Tallin.